Por Julio de la Vega-Hazas
L
a educación pasa por momentos difíciles, todos lo
sabemos. El fracaso escolar, la abundancia de ni-nis
–jóvenes que no quieren ni trabajar ni estudiar–, o las
alarmantes cifras de alcoholismo juvenil, no son más que
la punta de un iceberg de una queja generalizada de lo
difícil que resulta educar. Lo cual propicia una abundante
bibliografía destinada a servir de guía o de ayuda a los
padres: cómo conocer mejor a los hijos a sus diferentes
edades, cómo aprender a dialogar con ellos, cómo
estimular su atención a los estudios, cómo presentar los
valores, etc. Toda esta literatura es mejor o peor según los
casos, pero puede decirse que en general proporciona
consejos prácticos que resultan útiles. Y, sin embargo,
con demasiada frecuencia apenas da resultados aprecia-
bles. ¿Por qué?
La pregunta no tiene una contestación única, pero hay
algo que puede dar respuesta en muchos casos. Consiste
en darse cuenta de que las orientaciones prácticas, aquí
como en todo, dependen de unos principios generales.
Si éstos no son los adecuados, aquéllas no sirven: o no se
ponen en práctica, o se convierten en una especie de
mecánica que no da resultado, porque un niño no es una
máquina. Aquí solo mencionaremos dos de estos princi-
pios.
El primero parece de lo más obvio: la educación busca el
bien del niño. Dicho así es indiscutible, ¿qué educador
buscará su mal? Pero deja de ser tan claro cuando se
pregunta en qué consiste ese bien.
Con demasiada
frecuencia se confunden bien y bienestar
, y no son lo
mismo. La consecución del bien requiere esfuerzo, mien-
tras que la búsqueda del bienestar tiende a esquivarlo; lo
primero cristalizará en un buen estudiante, lo segundo
en un vago. Por eso se puede proponer un somero
examen de conciencia para los padres: ¿piensa que si su
hijo no aprende sin esfuerzo es culpa del colegio (no
aplica las técnicas adecuadas)?; ¿acepta por sistema sus
quejas de que le hacen trabajar demasiado (o incluso que
deberían suprimirse los deberes)?; ¿le pide que se tome
la molestia en contribuir a las tareas domésticas?; ¿y unas
pautas en el horario, sobre todo en fines de semana?; ¿se
acaba saliendo con la suya cada vez que quiere un capri-
cho (aunque la rendición se disimule con algún grito o
queja)? Hay más preguntas, claro está, pero las mencio-
nadas sirven como muestra. Pero queda una, esta vez
referida a uno mismo: si no pide esfuerzo, ¿puede ocurrir
que en el fondo es porque
no se quiere poner el nece-
sario esfuerzo que implica la educación
? Si son los
padres mismos los que ponen la meta de su vida en el
bienestar, y en nada más, no deben engañarse: se
quedan sin armas para ganar la batalla de la educación.
El segundo tiene que ver con el anterior. Consiste en que
educar tiene como meta que el hijo aprenda a valerse
por sí mismo
. Si los padres se empeñan en resolver
todos los problemas del hijo –empezando por los que se
enuncian como tales, de matemáticas, física o lo que sea-,
en vez de ir enseñándole a resolverlos por sí mismo; si el
miedo a que le pase algo corta todo atisbo de iniciativa
(hay que llevarle siempre en coche, hay que gastar 20
minutos diarios al teléfono cuando va a un campamento,
etc,); lo que sucede es que no se le deja desarrollarse.
Puede uno escudarse en que así aseguramos que no pase
nada, pero se olvida que algo tiene que pasar: que crezca.
Por esa vía, claro está, luego no se acaba de aceptar que
un día se deben independizar. A este respecto, conviene
que los padres se hagan una pregunta fundamental:
¿viven ellos para sus hijos, o en el fondo quieren que sus
hijos vivan para ellos?
Sólo si se asume la correcta respuesta y orientación
en esta “letra grande”, podrá ser útil la aplicación de
la “letra pequeña” que se encuentra en libros y otras
fuentes de orientación.
SL
FAMILIA
40
TROA
P
resupuestos
para educar