Juan XXIII y
Juan Pablo II
SL
A FONDO
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TROA
Por Julio de la Vega-Hazas
Más allá de lo emotivo que resulta la elevación a
los altares de dos papas a la vez –una novedad históri-
ca–, juntar las imágenes de Juan XXIII y Juan Pablo II en
el balcón de la Basílica de San Pedro es también un buen
alegato frente a quienes tienen la idea preconcebida de
un santo como alguien “hecho en serie”, una persona
cuya unión con Dios deja menos espacio para el desarro-
llo de una personalidad propia cuanto más estrecha sea
esa unión. Es difícil encontrar dos personas y dos carac-
teres tan distintos como los de Angelo Giuseppe Ronca-
lli y Karol Józef Wojtiła. En realidad, la santidad puede
definirse sencillamente como la perfección en la caridad
–ésta engloba todas las virtudes–, y el fuerte amor en
que consiste requiere una fuerte personalidad. Cada
uno la propia. La tuvo Roncalli. La tuvo Wojtiła. La tuvo
Cristo, al que los dos siguieron.
En este sentido, la figura de Juan XXIII resulta
algo engañosa, y todavía engaña a más de uno. Ese aire
de párroco de pueblo bondadoso, incapaz –como diría-
mos en España– de matar una mosca, escondía una
agudeza poco común, un espíritu de iniciativa y una
fortaleza para afrontar las tareas más difíciles, que resul-
ta difícilmente compatible con la idea de quienes pien-
san que el “Papa bueno” es canonizado por encarnar el
buenismo
delicuescente y de poco carácter que está hoy
tan de moda. Pongamos como ejemplo los años alrede-
dor de la Segunda Guerra Mundial. Roncalli trabajaba en
la diplomacia vaticana. Algo le vieron cuando, “casual-
mente”, le tocaba a él bailar con la más fea. En 1934 fue
nombrado Delegado Apostólico en Turquía y Grecia, dos
países de difícil relación con la Iglesia Católica (de entra-
da, no tenían relaciones diplomáticas con la Santa Sede,
y por eso su título no podía ser el de Nuncio), y de muy
tensas relaciones entre sí. Cuando estalló la guerra, el
primero era neutral, y el segundo ocupado por los
alemanes. A la vez, tenía que tratar con los aliados, britá-
nicos sobre todo, para lo que era público y para lo más
reservado. Lo primero era dejar pasar algún barco con
alimentos que paliara el hambre en Grecia. Lo segundo
era intentar abrir hueco para las expediciones de judíos
cuyo escape por el Mar Negro organizaba en secreto (y
que el gobierno de Su Graciosa Majestad rechazaba, aun
conociendo su destino bajo los nazis). No lo consiguió
todo, pero sí bastante.
En diciembre de 1944 pasó a ser Nuncio en Fran-
cia. No era un descanso. El nuevo presidente francés, De
Gaulle, tenía una mentalidad de “conmigo o contra mí”. Y
quería echar a 33 obispos alegando que habían colabo-
rado con el régimen de Vichy. El Nuncio Roncalli consi-
guió dejarlo en tres. En 1958, tras pasar por el Patriarca-
do de Venecia, fue elegido Papa. Por su salud delicada y
su avanzada edad, sonaba ya entonces la conocida
historia de un “papado de transición”. Y entonces, con la
mayor sencillez del mundo, convocó un Concilio ecumé-
nico.
La biografía de Juan Pablo II está marcada por el
sufrimiento, el suyo y el de su país, Polonia, que sufrió lo
indecible bajo el nazismo, para pasar después más de 40
años bajo la bota del comunismo soviético. La jovial
fortaleza del primero sacerdote, luego obispo, luego
arzobispo y cardenal Karol Wojtiła era patente; más aún,
era llamativa en un lugar donde las circunstancias invita-
ban a deprimirse. También aquí puede decirse que algo
le vieron, cuando fue nombrado obispo con solo 38
años. En y desde Cracovia –donde fue primero Obispo
auxiliar y luego Arzobispo–, desde la universidad hasta
la pretendida “cuidad sin Dios” de Nowa Huta, donde
consagró la monumental iglesia, era algo más que un
símbolo de la fe polaca: era uno de sus principales ancla-
jes. Tras la caída del comunismo, los papeles del anterior
servicio secreto mostraban que Wojtiła era más temido
aun que el legendario Cardenal Stefan Wyszyński, Arzo-
bispo de Varsovia desde 1948 hasta 1981. Cuando viajó