todos los detalles que rodean la ficción novelística son
absolutamente ciertos y han sido cien veces autentifica-
dos. Un ejemplo. La novela no empieza en Marruecos sino
en Sevilla: una ciudad que ha sido el motor económico de
España y que ahora se precipita en la miseria porque los
navíos que vienen de las Indias ya no llegan ni parten de
allí, sino de Cádiz. Adalid pone en escena a un joven
animoso y de fuerte carácter, Cayetano, que en algunas
ocasiones recuerda al Gabriel Araceli que se inventó
Galdós para sus primeros
Episodios Nacionales
. A Cayeta-
no lo contrata (raro contrato porque no le pagan nunca)
una familia típica de la Sevilla de entonces: funcionarios
de comercio que se han enriquecido con las flotas de
Indias y que ahora se ven abocados, no ya a la escasez
sino a la miseria misma. Todo lo que aún tienen lo han
hipotecado para comerciar con la carga de un galeón, el
Jesús Nazareno
, que parte para América... en enero. Y
que se hunde a los pocos días.
Adalid, caminando por la medina de Meknes, se desespe-
ra: “pero mira que salir en enero... ¡Todo el mundo sabe
que las flotas de Indias zarpaban en Semana Santa! Van a
pensar que miento, ¡pero es que en ese año, 1681, salió en
enero, a pesar del mal tiempo! ¡Qué le voy a hacer yo!
¡Pues nada, en enero!”.
Salvo ese “todo el mundo lo sabe”, enfermedad típica del
historiador, el resto es rigurosamente auténtico. El buque
se llamaba así, partió en esa fecha, los cinco navíos se
hundieron y Adalid conoce de memoria los nombres de
los tripulantes, las vidas que se perdieron, a cuánto ascen-
dió la catástrofe económica. Todo.
El método de Adalid es saber
cincuenta veces más de lo
que necesita incluso para
escribir un momento
aparentemente nimio
en algunos lugares tienen más de siete metros de espe-
sor. ¿Cómo lo hizo? Con 30.000 esclavos trabajando hasta
la extenuación. Que, en los tiempos en que en España
reinaba el desdichado Carlos II y en Francia Luis XIV, aquel
hombre obsesionado con que le asediaran hizo edificar
unos descomunales graneros que podían contener reser-
vas de alimentos para veinte años.
Y cuando baja las tenebrosas escaleras de la cárcel de
Gamara (o de Habs Qara), Adalid se mueve con absoluta
soltura en medio de un laberinto de gigantescos arcos
fajones, hechos de adobe y ladrillo, que conforman inter-
minables galerías abovedadas hoy vacías, oscuras y lóbre-
gas. Explica que allí, en aquel lugar en el que tan fácil
resulta perderse hoy en día, cabían a finales del XVII hasta
40.000 cautivos, la mayoría cristianos, allí hacinados en
espera de que llegasen los frailes trinitarios con los sacos
llenos de monedas de oro que habían de rescatarlos.
Cuenta en qué condiciones, en qué fechas, en qué
moneda, a qué precio. Y añade, algo tímido: “aquí sucede
la última escena de la novela”.
El método del orfebre
Ahí está el secreto: se lo sabe todo. Sánchez Adalid es uno
de los autores no solo más exitosos, sino más respetados
de un género que en España se ha puesto de moda hace
relativamente pocos años: la novela histórica. En medio
de una creciente plaga de aficionados que se limitan a
imitar muy pobremente el castellano antiguo y que luego
se inventan todo lo que se les antoja, Adalid opta por la
vía opuesta: el trabajo. La documentación exhaustiva, tan
exhaustiva como podría ser la de cualquier erudito
medievalista. Los lugares, las fechas exactas, los nombres
de los personajes auténticos, de los objetos, de las calles y
tabernas; los pesos y medidas, los precios, los giros
idiomáticos. Todo, sin excepción. El método de Adalid es
saber cincuenta veces más de lo que necesita para cons-
truir no ya una novela completa sino un capítulo, una
escena, un momento aparentemente nimio. Es decir, el
lector de
Treinta doblones de oro
no tiene que imaginarse
la medina de Meknes, la prisión de Gamara, la fortaleza de
La Mamora: está allí, porque todas las circunstancias,
JESÚS SÁNCHEZ ADALID
SL
TROA
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