varias semanas. Muy pocos programas
en toda la historia de la televisión en
nuestro país han tenido el éxito de una
de estas piezas emitidas dentro de este
programa,
El Conde de Montecristo
de
Alejandro Dumas. En lo que ahora se
denomina prime time, más de media
España esperaba ansiosamente la
venganza de Edmundo Dantés, su
protagonista. La obra estuvo en antena
varios meses, pues, como sucede con
los ejemplos anteriores, se trata de una
novela voluminosa (su publicación
original, en 1844, no fue en la prensa,
pero fue publicada en 18 cuadernos
separados). Lo cual no impidió que se
vendieran miles de ejemplares en papel
gracias a la publicidad que le hizo la
televisión.
Ya en el
siglo XXI
, se han
multiplicado los medios digitales, los
canales televisivos, y ha irrumpido
internet. Si pasamos de medios a
contenidos, lo más popular son las
películas y algunas series televisivas,
que ahora se pueden ver a través de
múltiples medios.
El libro vuelve a
parecer marginado
. Pero, si nos
fijamos bien, encontraremos que en la
presentación de muchas de las pelícu-
las más prestigiosas aparece la frase
“basada en la novela…”; en las series,
unas cuantas de las mejores son
asimismo continuación de un primer
episodio basado en una novela. Por
otra parte, no se debe confundir la
difusión de una obra literaria con la
difusión de la misma en papel. Hace
siglos, las tiradas eran limitadas, pero
se leía en voz alta para quien no sabía
leer. Hoy el soporte digital gana
terreno, pero eso en sí mismo no altera
el contenido que se lee. Y lo que
vemos, tanto ayer como hoy, es que la
creación literaria tiene una gran
influencia en la sociedad, que no se
limita a los lectores directos.
Además, hoy como ayer,
la
literatura tiene una gran capacidad de
adaptarse a las circunstancias
. El
llamado
lector digital,
por ejemplo,
permite acumular una gran cantidad de
texto en una pequeña pantalla, todo a
un precio asequible a casi todas las
fortunas. Y cada vez son más quienes lo
aprovechan en la gran cantidad de
minutos gastados en el transporte
urbano de las grandes ciudades. Para
quien emplea ese tiempo en su
automóvil, para los largos minutos de
atasco se está abriendo paso un lector
que resulta serlo más al pie de la letra:
recita en voz alta. Todos estos inventos
permiten acceder a la literatura a
personas que hasta hace poco se
quejaban de que no tenían tiempo para
leer, y poco a poco la gente se va
acostumbrando a las novedades.
La
literatura no muere
, es
cierto. ¿Pero no se está convirtiendo en
un producto de consumo, que ofrece
sexo y violencia a costa de perder
calidad? Da la impresión, si se hace un
repaso a la producción editorial, de que
así es. O sea,
moda de consumo
. Sin
embargo, no es difícil advertir que se
podría sacar una conclusión parecida
de la época en que se escribió
El
Quijote
, e incluso de que eso es lo que
pensaba Cervantes. Nunca imaginó la
fama universal y permanente que
alcanzaría su obra, a pesar de que fue
ya bien recibida en vida.
También el ejemplo que
utilizamos es bueno para calibrar su
influencia. Lo compararé con otro, de
distinta naturaleza. Hace pocos años
pude ver la película que relataba la
historia de Sophie Scholl, injustamente
sacrificada por los nazis. Reproducía
muy bien lo sucedido (hubo quien me
decía que la figura del juez era dema-
siado grotesca, pero no conocían la
realidad: Roland Freisler era así de
grotesco). Y acababa diciendo que su
sacrificio no fue en vano, pues los
aliados lanzaron millones de hojas en
Alemania contando lo sucedido. Mi
reacción al verlo –era texto, no voz- fue
algo así como “pues no se notó, la
verdad”, ya que Alemania resistió hasta
el final. Me quedé pensándolo, y al final
llegué a la conclusión de que era el
único error de la película. No, la vida y
la muerte de esa joven apenas fue una
lección para sus contemporáneos; lo es
para nosotros, los que hemos venido
después. Y lo será hasta el final de los
tiempos.
De modo semejante, la
verdadera influencia de la obra maes-
tra de Cervantes se produce en la
posteridad. Ahora, solo unos pocos
especialistas leen el
Amadís de Gaula,
y
prácticamente nadie lo que hoy
llamaríamos “literatura-basura” de ese
género, pero todos los escolares leen al
menos parcialmente la historia del
ingenioso hidalgo de la Mancha
, se
organizan lecturas públicas, se ruedan
películas, se utiliza su figura como un
icono, se sigue editando en toda clase
de formatos. Algo parecido sucede con
todas las grandes obras de la literatura
universal. Algunas tienen éxito inme-
diato en su país, como la mencionada
trilogía de Sienkiewicz, de otras ni
siquiera se puede decir eso, pero todas
cruzan las fronteras más tarde, son
leídas por millones de lectores en todo
el mundo, y quedan en la Historia de la
literatura como monumentos que vale
la pena leer.
El Quijote
, las piezas teatrales
de Shakespeare,
Guerra y paz
de
Tolstoi,
Crimen y castigo
de Dostoiewski,
y unas cuantas obras que merecen un
lugar privilegiado en el mundo literario,
son obras, diríamos, de fuerte persona-
lidad.
Y con las obras así sucede lo
mismo que con las personas de fuerte
personalidad
. Pueden provocar
emocionada adhesión o enconado
rechazo, pero a nadie dejan indiferente.
En cualquiera de los casos, es innega-
ble que son influyentes. El tiempo
depura el arte. Conserva lo mejor, y el
resto queda relegado al olvido. Lo que
queda deja su impronta:
la visión del
hombre que contiene, su juicio sobre
el bien y el mal, sobre la trascenden-
cia o intrascendencia del ser humano,
sobre la esperanza o la desesperación,
sobre la sociedad misma
. Siempre será
influyente, sea cual fuere la notoriedad
de esa influencia.
A FONDO
SL
TROA
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