La primera librería
A
comienzos de la década de los sesenta del
siglo pasado, vivíamos en Olot, la recóndita capital
de la Garrotxa gerundense, en un entorno de
singular belleza natural, con volcanes, hayedos
luminosos, robledales, huertos exuberantes,
airosos maizales y ricos prados, por donde los
paisajistas se asentaban a menudo con el
caballete, la paleta y los pinceles. Nos habíamos
trasladado allí desde Cervera, en las pajizas tierras
de secano ilerdenses, al final de la
década anterior. Nuestra vivienda de
Olot era un piso de alquiler, enorme y
un tanto desvencijado, que ocupaban
la notaría de mi padre y la vivienda
familiar. Debajo había un almacén
muy grande y una tienda de electro-
domésticos. Delante de la fachada
principal con soportales, el "parque
viejo" ocupaba casi toda la plaza,
rodeado de plátanos de sombra, y
adornado con esbelta arboleda, con
unos parterres separados por sendas
llenas de guijarros, y con una escultu-
ra de Clará. Al otro lado del jardín, se
levantaba el colegio de los Escolapios
en el que mi hermano gemelo y yo
cursamos de primero a quinto de
bachillerato, porque a leer, a escribir,
a sumar, a restar, a multiplicar…, nos
enseñó nuestra madre, igual que a mis hermanos
mayores. Por la parte posterior del inmueble, se
sucedían varios chaletitos ajardinados, y los
muros laterales daban a sendas calles y a una
gasolinera. Encima de nuestro piso, disponíamos
de una terraza en la que incluso jugábamos al
fútbol con los amigos y, por el largo pasillo que
conectaba la sala de estar con algunas habitacio-
nes y con la cocina, podíamos patinar, correr y
saltar. En la mesa del comedor, jugábamos al
pimpón.
La estancia más acogedora del piso era
la sala de estar, con la chimenea que nuestra
madre solía encender ya en otoño cuando
asomaban los primeros fríos. Junto al fuego del
hogar, pasábamos muchas horas de las largas y
oscuras tardes invernales, en aquel rincón ideal
para la lectura y para otros juegos sosegados,
porque, además, transcurrió bastante tiempo
hasta que se instaló la calefacción en todo el piso.
Recuerdo, entre otros, unos libros de Historia
Sagrada, muy grandes y muy bien ilustrados, con
de
Luis Ramoneda
textos de Daniel Rops, o la Historia de Babar o
una edición del Quijote para niños, de la que me
entusiasmaba el capítulo sobre el retablo de
Maese Pedro que, a veces, leíamos acompañados
por la música de Manuel de Falla sobre dicho
episodio quijotesco.
Con una periodicidad quincenal, los
sábados por la tarde, mis padres solían ir a
Gerona. Mi hermano gemelo y yo los acompañá-
bamos casi siempre, puesto que a los dos nos
entusiasmaba viajar en coche. Recorríamos en el
Seat 600 los sesenta kilómetros que separan
ambas ciudades por la carretera que descendía
hacia la costa mediterránea y aparcábamos casi
siempre cerca de la librería Empuries que, en
aquellos años, si no recuerdo mal, se llamaba
Ampurias. Mis padres siempre compraban algún
libro y, mientras hacían otras gestiones, solían
dejarnos a mi gemelo y a mí en la tienda.
Aquello era el paraíso para los dos. Las
personas que trabajaban allí nos mimaban, nos
inundaban de folletos y de otros reclamos de las
editoriales, llenos de colorido, y de libros para
niños –teníamos siete u ocho años–, de modo que
el tiempo pasaba volando, absortos Toni y yo,
ajenos al trajín de la librería. Raro era el día en
que, cuando volvían a recogernos, mis padres no
nos compraban algún libro, bien para nosotros
bien para alguno de los demás hermanos, que se
habían quedado en Olot. En Empuries, descubri-
mos a Tintín, entre otras maravillas, o las novelas
de Enid Blyton o a Antón Retaco o buenas
adaptaciones de obras clásicas...
Mientras regresábamos a casa, mi
hermano y yo tomábamos la merienda que
nuestra madre nos había comprado en alguna de
las excelentes confiterías gerundenses y seguía-
mos disfrutando con los libros recién comprados,
con la propaganda que nos habían regalado en
Empuries o con los juegos que sabíamos improvi-
sar en el coche, cuando oscurecía y ya no era
posible seguir leyendo. Así nació la querencia
irrefrenable por la lectura y por las librerías. Como
escribió Luis Rosales, “recordar es un modo de
agradecer”.
En Empuries, descubrimos
a Tintín, entre otras maravillas, o
las novelas de Enid Blyton o a
Antón Retaco.
SL
HISTORIAS DE NUESTROS CLIENTES
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TROA