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A

l recordar mis viajes de niño en tren de cercanías

—y la mirada a la infancia siempre viene entrevera-

da de memoria e invención—, me pregunto si

aquella felicidad del modesto viaje incluía también la

de la vuelta a casa: recuerdo que, a la ida, mirando

desde la ventanilla, las cosas aparecían nuevas y,

curiosamente, más ellas; quizás porque al mirarlas

con ojos expectantes, las cosas, al saberse así

miradas, siempre responden con novedades y ganas

de hablar. También recuerdo el viaje de vuelta y su

vaga melancolía; los rescoldos de la emoción todavía

crepitantes, casi extinguidos bajo el deseo de llegar a

casa, como creo que en el corazón de Ulises, al

preparar la vuelta al hogar, se mezclarían los ecos

del asalto de Troya con el rostro de Penélope y el

aroma del tomillo de Ítaca. En mi infantil epopeya de

cercanías, la mezcla era sedante, silenciosa, y me

bastaba un poco del traqueteo rítmico de aquel tren

para comenzar a cabecear, como si le hiciera señales

al sueño para que se acercase.

Pues me pregunto por todas estas cosas al ir

pergeñando unas palabras para este borrador que

se va convirtiendo en texto por algún impulso

aventurero; unas palabras que exploren el misterio

de la lectura. Y revolviendo aquí y allá los útiles del

explorador, he encontrado unas citas de Julián

Marías sobre la felicidad, y he pensado entonces que

la lectura tiene sus felicidades, y así me he puesto a

recordar las mías, y ha venido ese recuerdo infantil

de los viajes en tren de cercanías, y le he dado

vueltas al viaje de la lectura, y a esas cosas felices

que van sabiendo los buenos lectores, y a mi

convicción de que una de esas felicidades que saben

es la de la vuelta a casa.

Lectura, aventura; leer, correr… ¿volver? Circula con

bastante éxito esa idea de la lectura como un viaje a

un mundo exótico o, en todo caso, a otro

mundo. La lectura como escapada, huida. Y,

ciertamente, la lectura muchas veces cuenta

con esa función. Pero cuántas veces también

el transiberiano, o el convoy de camellos, o

el azaroso bergantín no proporcionan un

billete de vuelta. Yo imagino algo parecido a

como si la inevitable vuelta a casa que viene

al terminar de leer, la vuelta a los días del

día a día, hubiera que hacerla con lo puesto;

como si los organizadores del viaje avisaran

tras culminarse la hazaña y el éxtasis que la

empresa ha entrado en bancarrota, que las

comunicaciones están cortadas, y que ni el

trineo del correo de zar, ni la próxima

expedición de malcarados traficantes de

marfil, ni un mal vapor conradiano de

calderas a un punto del desastre, están ni

estarán disponibles. Así pienso que alguna

literatura nos deja en medio de ningún

lugar, con la añoranza de la cocina domésti-

ca, la cansina perspectiva de un retorno

entre refunfuños, y la resaca de unos

manjares subidos de especias y tormentosa

digestión.

Traigo entonces una cita que anoté con

admiración hace un tiempo, de Gianfranco

Bettetini y Armando Fumagalli

(Lo que queda

de los medios. Ideas para una ética de la

comunicación),

que escriben: “Después de

una lectura significativa (o la fruición de una

película de gran calidad narrativa), el mundo

me parece más claro, más nítido, más

colorido: capto más a fondo la riqueza y la

complejidad, comprendo mejor también los

matices”. Creo que esto es así, y que donde

mejor se saborean estas impresiones es en

el momento de volver a casa. Cuántas veces

hemos experimentado en un texto esa

nitidez, claridad, color, riqueza, complejidad

y matices; pero hay que entender bien a

estos autores: estas notas están ahora en

Felicidad de

buenos lectores

José Manuel Mora Fandos

Profesor de literatura y escritura creativa en la Universidad

Complutense de Madrid. Autor de los ensayos literarios Leer o no

leer (Biblioteca Nueva) y Tan bella tan cerca. Escritos sobre

estética y vida cotidiana (La Isla de Siltolá)

SL

LA FELICIDAD DE BUENOS LECTORES

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TROA