A FONDO
SL
TROA
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Huella viva en
la historia de la
literatura, con
diversos Nobel
y Pulitzer en
sus registros
Max escribió
muchas veces
que «no hay
nada en el
mundo más
importante que
un libro»
E
nfundado en su baqueteado
traje, con su magullado sombrero de
fieltro, su mirada lejana y azul y su
magra figura,
Maxwell Evarts Perkins
tenía el aspecto de un aldeano recién
aterrizado en la Gran Manzana. Nadie
que no lo conociese hubiera adivina-
do que era un editor de leyenda.
Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald,
Thomas Wolfe, Erskine Caldwell,
Marcia Davenport, James Jones: Max
Perkins
llegó a una casa editorial
tradicional y avejentada,
Hijos de
Charles Scribner
, y la transformó en un
vivero de talentos cuya producción ha
dejado una viva huella en la historia,
con diversos
Nobel
y
Pulitzer
en sus
registros. Puesto que el escritor es la
quintaesencia del individuo talentoso
y nuestro tiempo camina hacia una
personalización del trato que lleve a
maximizar lo conseguido por cada
individuo, interesa aprovechar la
experiencia de este gran editor,
especialmente en lo que atañe al
cuidado de la creatividad.
Scott A.
Berg
, en su
Max Perkins. El editor de
libros
(Ed. Rialp), que he tenido el
privilegio de traducir, traza una
biografía llena de claves sobre esta
cuestión.
A menudo suponemos que las
personas dotadas no conocen la
frustración, cuando lo habitual es que
suceda justamente lo contrario: el
estándar de perfección que se fijan,
dada la maestría que tienen en su
campo, casi siempre es muy alto.
Cuando Perkins lee
El egoísta románti-
co
, ópera prima de
Fitzgerald
que no
llegó a cuajar, no deja de animarlo. De
hecho, Perkins tenía por costumbre
escribir largas cartas acompañando a
las obras desechadas, cosa que el
resto de editores consideraba una
pérdida de tiempo. Dichas cartas no
eran una untuosa colección de
halagos y lugares comunes; Perkins se
entretenía en criticar razonadamente
lo que creía que no funcionaba en las
novelas o cuentos que habían
resultado descartados.
También se preocupaba de
mantener alerta y animados a sus
autores. Como relataba
James Jones
(
De aquí a la eternidad
), «Max era una
especie de boticario. Cada vez que te
veía caer en la indolencia, te prescri-
bía un libro que pensaba que podía
reavivarte. Cada uno de ellos había
sido especialmente escogido para tu
condición, encajaba perfectamente
con tus gustos particulares y con tus
pensamientos y a un tiempo te
descolocaba lo suficiente como para
ponerte a pensar en una nueva
dirección». Cuando Perkins tenía que
retornar a un autor al redil del
trabajo, lo hacía con exquisito tacto,
modulando su mensaje en función de
la personalidad del receptor.
Cada autor necesitaba algo
distinto.
Fitzgerald
, dado al alcohol,
las juergas y la molicie, de tempestuo-
sas relaciones con su mujer,
Zelda
(quien, diagnosticada de esquizofre-
nia, estuvo entrando y saliendo de
hospitales psiquiátricos toda la vida),
necesitaba que se lo centrase.
También apoyo financiero, que Max
no solo gestionó en
Scribners
, sino
que le procuró de su propio bolsillo. El
fin era rescatarlo para el trabajo, y
conseguir que su medio fuese tan
estable como fuese posible.
Hemingway
, en cambio, era brusco e
intrépido, despiadado con otros
escritores y con los críticos, y aunque
sus relaciones sentimentales no
fuesen precisamente tranquilas no
admitía injerencia alguna en tales
campos. Su problema esencial era la
arrogancia y su renuencia a aceptar
modificaciones en sus obras. Tenía
además la necesidad de trabajar en
régimen de estrecha camaradería con
su editor, que hubo de acompañarle a
expediciones de caza y a pescar a
Tortugas Secas («a la mierda con
firmar ningún contrato hasta que no
vengas», le soltó en una ocasión).
Thomas Wolfe
, por su parte, poseía
una personalidad enormemente
compleja, y manejaba con gran
dificultad el trato interpersonal.
Wolfe
andaba a la búsqueda de un padre, y
eso es lo que Max —que prefería ser,
pese a todo, solo un amigo— fue para
él hasta casi el final.
Otro aspecto que configura el
prestigio y liderazgo de Perkins atañe
al conocimiento del oficio. Las
personas talentosas se rigen por la
autoridad moral, que entregan a
quienes saben conocedores de su
terreno. Y a este nivel, Perkins, como
Marquand
declararía, «sin ser él
mismo un escritor, podía hablar el
lenguaje de los escritores mejor que
cualquier editor que pudiera uno
imaginarse». La pasión por lo que uno
hace es la contraseña secreta entre la
gente brillante, y Max escribió muchas
veces que «no hay nada en el mundo
más importante que un libro».
Pese al papel que le atribuyeron
algunos autores y críticos, Perkins
creía que el máximo potencial de los
autores a su cargo provenía de su
autonomía. «Jamás te atengas a mi
juicio», les decía, «porque en cualquier
aspecto un escritor ha de hablar
siempre en nombre propio». En eso
consistió el arte principal de este
genio desconocido: en invisibilizarse
para que fuese el brillo de sus autores
el que resplandeciese. Ello exige una
medida generosidad, que Perkins sin
duda tenía. Su amiga
Elizabeth
Lemmon
explicaba que había
conocido «a personas que eran
consideradas pilares de fortaleza, a
las que les encantaba que se
apoyasen en ellas; pero Max transmi-
tía esa fuerza a las personas para que
se sostuvieran por su propio pie».
Max Perkins:
La inspiración personalizada del talento
David Cerdá
Economista y filósofo, escritor y traductor