L
os ateísmos que vieron la luz en el
siglo XIX eran en su mayoría radical-
mente optimistas: prometían la
felicidad al hombre que se sacudía el
yugo de Dios, bien por el advenimiento
de un hombre de superior categoría
(Nietzsche), del paraíso comunista
(Marx), o de la ciencia que traería el
bienestar (Comte). El siglo XX trajo
consigo el desengaño doloroso de los
dos primeros. Nietzsche fue el principal
inspirador del nazismo, y Marx de los
opresores regímenes comunistas. Los
ateísmos nacidos en el siglo XX fueron
en cambio, con la experiencia de las
guerras mundiales, profundamente
pesimistas, especialmente el existencia-
lismo, para el que el hombre estaba
abocado a la angustia (Heidegger), o era
una libertad sin sentido que condenaba
al hombre a vivir una pasión inútil
(Sartre).
Queda la confianza en que la ciencia y
la técnica nos conseguirán para todos el
bienestar total que es la clave de la
felicidad. Ahora bien, ¿es así? La
respuesta a la pregunta puede tener un
importante desenfoque, pues
la
verdadera cuestión no es si es utópico o
no el logro del bienestar total, sino si
verdaderamente es la clave de la
felicidad.
Hoy tienen mucha difusión
estudios sobre qué países tienen la
mayor cota de felicidad, pero en
realidad los baremos utilizados son los
de satisfacción por el grado de bienes-
tar que se disfruta en ellos. Y los
resultados son chocantes, pues resulta
que algunos de los países más felices
figuran también en un lugar destacado
en el número de suicidios. A la vez,
cuando alguien de nuestras avanzadas
y supuestamente felices sociedades
viaja a lugares del tercer mundo
especialmente pobres, sus testimonios
suelen coincidir en la sorpresa que
causa ver lo alegre que es la gente: “¡no
tienen nada y viven felices…!”. El
contraste con las caras que uno ve por
las calles de las metrópolis del privile-
giado primer mundo es llamativo y es
impactante. Es obvio que algo falla en
esta esperanza del mundo del bienes-
tar.
En realidad, el bienestar y su búsqueda
no son algo malo, pero si se sitúan
como la meta del vivir el precio que
piden se vuelve excesivamente alto: la
convivencia humana. Ninguno somos
perfectos; y, aunque lo fuéramos, la
amistad y la convivencia exigen sacrifi-
cios y molestias que hay que asumir, de
forma que se acaban rompiendo si no
se está dispuesto a hacerlo. Pensar en
un amor idílico, que durante toda la
vida solo proporciona satisfacciones, es
un sueño propio de la adolescencia,
cuando todavía se conoce poco la
realidad. Pero lo que sucede cuando
llega el desengaño, dentro de este
modo de pensar, no es aprender la
lección y estar dispuesto a sobrellevar
las cargas del amor, sino considerar
Libros para la
esperanza
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La señora Mike
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La comedia humana
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