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cuentos con sus hijos. Bella experien-

cia.

Todo el mundo conoce la paradoja que

frecuentemente se presenta en los

procesos educativos. Por un lado,

conviene exigir algún tipo de lectura en

los diversos cursos. Pero esto tiene un

resultado ambivalente, porque mien-

tras para unos es la ocasión de descu-

brir un nuevo universo y se aficionan a

la lectura para siempre, en otros casos,

convierte la lectura en una actividad

penosa de la que hay que huir en

cuanto se pueda. Y se consigue exacta-

mente el efecto contrario.

¿Cómo aficionar a la lectura?

Lo explica

estupendamente el escritor catalán

Joan Marsé

:

“El gusto por la lectura se

transmite como se transmite el interés

por una película: contándola bien. Hay

que hechizar. Y por eso son tan impor-

tantes los maestros, porque son los

encargados de desplegar el hechizo”

.

¿Cómo hechizar? ¿Cómo despertar la

fascinación y el interés?

Ahí está el arte

educativo que difícilmente se somete a

reglas, porque afecta a una relación

personal entre el profesor y sus

alumnos. Y a unos, empezando por el

profesor, les fascina una cosa y a otros,

otra. Lo más claro de todo es que si se

quiere encender hay que estar encendi-

do. Un profesor entusiasmado por algo

transmite el entusiasmo, aunque a

veces tenga que poner un poco de

interés para entusiasmarse o un poco

más de énfasis para expresarlo. En la

vida académica ha y que procurar

ponerlo. Pero muchas veces no es

necesario proponérselo. El que está

entusiasmado, entusiasma.

Después, hay que facilitar el contacto

con lo bueno. Hay que contar bien las

cosas, como decía Marsé: hay que

despertar el gusanillo de la curiosidad y

del interés. Y quizá un chispazo de

fascinación. En este sentido, Daniel

Pennac, profesor de literatura en el

bachiller, cuenta sus experiencias como

profesor en el libro Como una novela

(Anagrama); y como alumno torpe que

solo tardíamente se inició a la lectura

en Mal de escuela.

Hay muchos libros estupendos, en

muchos casos ya muy consagrados. La

llamada “literatura juvenil”, especial-

mente de los autores más clásicos, es el

canon de lo mejor. Hay libros consagra-

dos para todas las edades, para la

infancia, para la adolescencia y para la

juventud; y en esto basta guiarse por la

experiencia, que es muy abundante.

Pero un profesor no debería recomen-

dar lo que no ha leído, porque no

puede estar seguro de si se adapta o no

a lo que el alumno necesita o a lo que le

gusta. No hace falta una lista muy

grande que podría ser en sí misma, una

dificultad. Con manejar y recomendar

veinte buenos libros, en cualquier

materia, es suficiente. Aunque conviene

mantener la lista abierta e ir renován-

dola de acuerdo con la experiencia

propia y la de los alumnos. En esto

también hay que poner un poco de

interés para hechizar.

Clásicos antiguos y

modernos

Hay un concepto literario de los

“clásicos” que los identifica sólo con

autores antiguos. Esto les puede dar, a

veces, un tono difícil y distante. Pero no

tiene por qué ser así. Ciertamente hay

“clásicos” en este sentido que pueden

ser apasionantes para un joven y quizá

dejarle una huella para toda la vida. Así

sucede, con la Ilíada o la Odisea, de

Homero, la Guerra de las Galias, de Julio

César, la Vida de los Doce Césares de

Suetonio, o la Anábasis de Jenofonte,

por señalar algunos ejemplos. Son

libros suficientemente apasionantes

como para interesar a un joven. Pero se

necesita una capacidad de lectura y de

salvar la distancia cultural que marca el

tiempo, que no todos tienen de entra-

da.

En un sentido más amplio, son

clásicos en cada materia los libros

consagrados, que los expertos

consideran imprescindibles

(habiéndolos leído) y cuentan con el

favor repetido del público. Esta doble

opinión favorable constituye un

“clásico” en este sentido más amplio.

No basta la opinión de expertos, que, a

veces, pueden tener el gusto demasia-

do “especializado”, precisamente por lo

mucho que han leído. Se necesita

también comprobar que, efectivamen-

te, llegan a un público más general. Y

esta doble aprobación es la garantía de

una cierta permanencia, de una cierta

inmortalidad en la memoria cultural.

Así, y no con maniobras ideológicas o

mercantiles, es como se constituyen en

cada materia, el canon de los libros

imprescindibles.

Cualquiera que haya calculado lo que

lee en un año y lo que puede leer en

toda su vida, habrá llegado a la conclu-

sión de que tiene que ser selectivo, y no

dedicar tiempo a lo primero que se le

presenta. Hay que buscar como un

tesoro esos clásicos que han alcanzado

el favor de entendidos y público y

protegerse un poco de las novedades

que suelen estar sometidas a manio-

bras publicitarias.

Para terminar valdrían estas palabras

de Borges:

“Que otros se jacten de las

páginas que han escrito. A mí

me enorgullecen las que he

leído”.

A FONDO

SL

TROA

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