nombre por el de Al Maquari- tenía un
hijo que se estaba adoctrinando en un
monasterio católico. Consideró que la
obligación de su padre era instruirle en
la verdadera fe del Islam, y dispuso que
una capitán de lanceros al frente de
una tropilla fuera en su busca.
Advertido el abad del monasterio de la
llegada de esa tropilla, le animó a
Babilés a escapar del peligro de hacerse
musulmán, y al joven se le ocurrió que
el mejor procedimiento era unirse a un
grupo de peregrinos que pasaban por
el monasterio, siguiendo el denomina-
do Camino francés en busca de la
tumba del apóstol Santiago, que se
creía que acababa de aparecer en el
Finis Terrae, en la Gaelicia.
Una de las características de Babilés fue
la de ser feliz con cuanto la providencia
le deparaba. Fue muy feliz en Cascante
disfrutando del amor de su madre, lo
fue en el monasterio pacomio embele-
sándose con el estudio de las Sagradas
Escrituras, y lo fue aún más siguiendo el
Camino de Santiago, no dudando de
que iban al encuentro de la tumba de
uno de los apóstoles del Señor. Y por el
camino iba predicando las verdades del
Evangelio con tanto encanto, que no
eran pocos los que se incorporaban a la
peregrinación.
Esta dicha se le acabó cuando a los
pocos meses de caminar, por una serie
de circunstancias, el capitán de los
lanceros dio con él en Castrogeriz y lo
tomó preso diciéndole que su padre lo
reclamaba para hacer de él un buen
musulmán. Esta contrariedad, de
acuerdo a su buen conformar, no la
tomó mal del todo ya que pensó que si
perdía su libertad iba de nuevo al
encuentro de su madre tan querida.
En Cascante se encontró con que su
padre, ahora Al Maquari, al igual que
otros cristianos apostatas, tenía un
harén con dos mujeres de una de las
cuales, Alodia, había tenido dos hijos, a
los que siempre Babilés les dio el trato
de hermanos.
Su padre se había convertido en un
próspero comerciante que nadaba en la
opulencia. Su madre soportaba esta
afrentosa situación con tales disposicio-
nes cristianas, que al poco de fallecer
Babilés tuvo la sensación de que la vio
entrar directamente en el Cielo.
Huérfano de madre, Babilés se dedicó a
ayudar en el negocio a su padre, al
servicio de los musulmanes, pero sin
por eso dejar de practicar su fe, aunque
disimuladamente, ya que el obispo
Eulogio había dispuesto que los
cristianos no podían hacer alardes de
su fe, para merecer el martirio y que si
lo provocaban podía considerarse poco
menos que un suicidio.
Estuvo un par de años en esta situación,
muy amoroso con sus dos hermanas-
tros, y muy fiel a su padre hasta que
éste consideró que era llegado el
momento de que Babilés, conforme a
las costumbres islámicas, tomara una
concubina, y que si era de su gusto
terminara desposándola. Y le eligió una
de su harén, Nukia, muy joven y
atractiva, que todavía seguía siendo
virgen, la cual, prendada por el atractivo
de Babilés puso en juego todos sus
encantos, que eran muchos, para
seducirle.
Ante semejante peligro para su castidad
a Babilés no le quedó más remedio que
huir montado en una mula. Después de
una larga travesía por los Monegros,
vino a dar en un día de domingo en un
pueblo cristiano muy feraz, Zaidín, con
un castillo cuyo señor, muy piadoso,
admirado de la fe con la que Babilés
había asistido a la Santa Misa, lo tomó
bajo su protección, y como le hubiera
gustado tener un hijo sacerdote, le
propuso a Babilés profesar en religión.
Babilés se consideró indigno de seme-
jante condición, pero acabó por
aceptar, y el señor del castillo le buscó
profesores que le ilustraran para tan
alta misión.
Cuando lo consideró suficientemente
preparado lo mandó a Pamplona, de
cuyo obispo, fray Jerónimo de la
Calzada, era buen amigo. En esa plaza
fue ordenado sacerdote y en ella
discurrieron diez años de su vida, muy
fructíferos, en los que alcanzó fama de
milagrero, llegándose a ser el principal
vicario del señor obispo. Y cuando éste
falleció, el pueblo llano, por aclamación
popular, sin esperar la decisión del
arzobispado de Toledo, le nombró
obispo de Pamplona.
A los pocos años el arzobispo de
Toledo, Eulogio, convocó un Concilio al
que debían asistir todos los obispos de
la nación, y Babilés hubo de trasladarse
a la ciudad imperial. El concilio duró
más de un año y Babilés, a su término,
ya con cuarenta años, se consideró en
extremo fatigado y rogó al señor
arzobispo que no le retornara a
Pamplona, sino que le asignara otra
diócesis en la que pudiera estar más en
contacto con la naturaleza.
Accedió el arzobispo y le asignó un
territorio próximo a Toledo, en un
paraje conocido como Odón y Boadilla,
de pocos habitantes, muy desatendidos
en su instrucción religiosa.
Babilés se estableció en un cerro muy
ameno, en el que había una ermita que
restauró, y consiguió convertir el lugar
en un vergel y convertir a sus poblado-
res en una próspera comunidad. Para
hacerse con los padres hizo algo muy
propio de su naturaleza, que era dar
doctrina a los niños a los que miraba de
un modo tan amoroso que presto se
hacía con ellos, contándoles historias
de la Sagrada Biblia como si fueran
cuentos.
Esta situación duró hasta que un cadí,
siguiendo instrucciones del califato de
Córdoba, se hizo con la ciudad de
Toledo y, por ende, de la de Boadilla.
Babilés fue acusado de uno de los
delitos más graves para el Islam: el
haber convertido a Mirian, una doncella
musulmana, al cristianismo lo cual
conllevaba pena de muerte.
El califa de Córdoba dispuso que debía
darse un escarmiento para que estas
conductas no se repitieran, y todos los
insumisos vieran la suerte que corre-
rían si se oponían al Islam. El cadí
mandó levantar un madero al que
sujetó con correas a Babilés, para
dejarlo morir de esta suerte. Pero el
pueblo dio tales muestras de devoción
hacia su obispo, que fue preciso acortar
la exhibición, y no le quedó más
remedio que descolgarlo del madero y
descabezarlo de un solo golpe de
alfanje.
Esto sucedía aproximadamente a
mediados del siglo IX, y desde entonces
hasta nuestros días se mantiene en
Boadilla del Monte (Madrid) la devoción
a san Babilés.
A FONDO
SL
TROA
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