de cinismo a quien no le importaba derra-
mar sangre, aunque el malo de la historia
fuera peor que él. De todas formas, en unos
cuantos cómics norteamericanos, así como
en bastantes videojuegos, el derramamiento
de sangre queda mitigado porque no era
sangre humana la derramada, sino de
sanguinarios extraterrestres, seres fantásti-
cos o monstruos de todo tipo. Menos
problemáticos aún son otros que consisten
en máquinas luchando contra otras
máquinas: submarinos que hunden barcos,
aviones que derriban otros aviones, o naves
espaciales que destruyen naves espaciales
rivales.
Todo esto ya permite hacer una
primera criba, descartando un cierto número
como inconveniente. Se pueden añadir unos
pocos más por un tono o ambiente erótico,
que también es contraproducente. Para el
resto, que incluyen juegos no solo de acción
sino también de otros tipos como deportivos
o de carreras, su valoración requiere un
cambio de perspectiva.
En el lado positivo está en primer lugar
la interacción misma. Ya no se trata de
entretenimientos como la televisión, en la
que el espectador es enteramente pasivo
salvo para elegir el canal.
Aquí se actúa, y,
dependiendo del tipo de juego, se
desarrollan varias capacidades, como el
ingenio, la atención a los detalles, los
reflejos o la misma capacidad de decisión.
En algunos, como los llamados “
de estrate-
gia”
, se pone en juego una cada vez más
compleja gestión de recursos; tanto es así,
que algunos programas utilizados en cursos
de dirección de empresas se parecen
bastante a juegos de esta clase. Sobre todo,
en todos ellos, más o menos según los casos,
se pide la intervención de la inteligencia.
Ya no hace falta soñar;
sencillamente, hay que ponerse a
los mandos.
La parte menos buena es que esas
ventajas constituyen a la vez su peligro.
Los
videojuegos constituyen un gran reto
.
Especialmente en unas edades en las que los
jóvenes afianzan su personalidad, se hacen
conscientes de sus capacidades y habilidades,
y tienen a flor de piel el afán de superación
–están madurando-, unos juegos que ponen
esto a prueba son particularmente atractivos.
El juego mismo se encarga de enfatizar este
aspecto. Añádase unos escenarios virtuales
cada vez más elaborados y complejos, un
desarrollo que se va haciendo más sofisticado
conforme se avanza, y la posibilidad de
escoger el tipo y escenario que más concuer-
de con sus gustos, y el resultado es un
atractivo cada vez más irresistible. Cuando se
pierde, la reacción casi instintiva es que
“esto
no puede quedar así”
; cuando se gana, es el
afán por ver hasta dónde se puede llegar.
Dicho de modo más sencillo,
el gran
peligro de los videojuegos es que engan-
chan
. Por supuesto, todos, con la excepción
de los más sencillos y breves, permiten
grabar una partida en cualquier momento, y
retomarla más tarde tal como se ha dejado,
pero en medio de la vorágine virtual que
envuelve al jugador, se deja para más
adelante esa opción, y además el tiempo
corre sin que el jugador sea muy consciente
de ello.
Lo cual conecta con el segundo efecto
indeseado:
los videojuegos aislan
, meten
en un mundo en el que todo es virtual, no
hay personas reales. No siempre es así, pues
muchos juegos permiten varios jugadores, y
otros se juegan en red por internet, pero lo
más frecuente es que sea así.
¿Qué pueden hacer los padres
ante esta situación?
No es fácil vetar los videojuegos sin
más. Se están convirtiendo en el principal
juguete para chicos, y además, si se tiene en
cuenta el tiempo de juego que pueden
ofrecer, resultan baratos. Tanto, que muchas
veces están al alcance del ahorro de los
chicos; y, para los que no alcancen a poder
comprarse uno, los fabricantes suelen
ofrecer –“desproteger”, en la jerga- versiones
antiguas mucho antes de que prescriban los
derechos de autor, para promocionar las
versiones más recientes. Quedan así a
disposición de cualquiera en internet.
Además, siempre hay algún amigo que
puede pasar un juego prestando un disco o
pasándolo en un pen-drive.
La solución que parece más sensata es
limitar el uso, e incluso utilizar su retirada
temporal como castigo en caso de abuso o
de otras deficiencias como el bajo
rendimiento escolar.
Es una cuestión de
templanza, que exige que el uso de las
cosas sea razonable y moderado
. Utilizar
los videojuegos para educar la templanza
constituye otro gran reto, solo que esta vez
para los padres. Es difícil, pero se debe
recoger este guante, pues en caso contrario
las consecuencias pueden ser muy negati-
vas. Un par de recomendaciones pueden
añadirse. Una ya ha aparecido aquí: como
sucede con cualquier juguete,
es mejor
jugar con otros que hacerlo en solitario
, y
conviene promocionar este aspecto. La otra
es únicamente para los papás –a las mamás,
por el contrario, les cuesta entenderlo-: que
no pierdan de vista que ellos mismos no son
inmunes a la posibilidad de engancharse.
A FONDO
SL
TROA
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