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C

uando era niño, sólo había en mi

casa dos libros: una Biblia y un Quijote. A

cambio tenía un cernícalo y el río de la sierra y

los Dos Pinos y las largas horas entre

sombras, junto al fuego, con mi abuela. Ésta,

allá en lo alto de Las Hurdes, leía a los clásicos

que le había enviado hacía años uno de mis

tíos, quien trabajaba para Ediciones Paulinas.

Y en medio de la lectura sonaba una

esquila en la tarde, que a mí me parecía ya

noche profunda, la esquila que recorría, junto

a una vela o una linterna, según lloviese o no,

el pueblo. Algún lobo lejano aullaba de

cuando en cuando. Los jabalíes rondaban los

maizales y en el único bar del pueblo, el

Teleclub, lo comentaban indignados los que

sufrían su acoso: había destrozado dos surcos

de patatas, uno de maíz, hablaban de

trampas, de cepos.

Me atrevo a decir, y fue por pobreza,

que no por amor a la filología, que soy uno de

los españoles que más veces ha leído, junto a

sus especialistas, el Quijote; pero más veces

aún, es cierto, he leído la Biblia. No hay pieza

literaria mejor, y vuelvo a ella, a las historias

anteriores al nacimiento de Cristo, cada poco,

una y otra vez.

Cuando dejé el pueblo a los diez años

para estudiar en un colegio privado de

Cáceres, pues mis padres creyeron que

aquello sería lo mejor para “nuestro futuro”

(el de mi hermano y el mío), todos mis

antepasados de agricultores se rebelaron en

mí y conmigo: no soportaban la ciudad, por

pequeña que fuera. No soportaban estar lejos

de los bosques y senderos, de los arroyos y

montes. Yo no lo soportaba. Volvía a casa

llorando ante lo que no entendía: ni el lugar ni

los métodos de enseñanza ni aquello que veía

más allá de la ventana del aula: un duro patio

de cemento para el recreo. ¿Dónde estaban

las altas moreras, las mimosas florecidas, los

setos, los olivos de la escuela en la sierra?

Sólo encontré consuelo por aquella

pérdida en las palabras.

Un día, al volver del

colegio, el niño de pueblo (quien sería el

primero de toda su familia que podría

estudiar en la Universidad) le pidió a su

madre un diccionario enciclopédico: siete

tomos verdes que un tipo le había ofrecido en

la puerta de aquel piso de la calle Diego María

Crehuet como décadas antes había hecho su

tío, antes de ser fraile, por otras calles y casas

similares.

Mi madre accedió y leí aquellos tomos

desde la primera entrada hasta la última,

desde la A hasta la Z, como una novela de

aventuras.

Julián Rodríguez

| Director literario de Periférica

SL

EDITORIAL PERIFÉRICA

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TROA

La compañía de las palabras

El origen más profundo de la

editorial Periférica