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pasado ya a ser novela.

Sin embargo sí puedo precisar dos

momentos que están en el origen del

amor que ha sentido uno por el Quijote,

primero, y por Cervantes después.

León, hacia 1960. Con siete u ocho

años, tal vez nueve, en una papelería.

Se llamaba Santa Teresa y estaba en el

Espolón. Se vendían en ella toda clase

de papeles y material escolar, devocio-

narios, misales y estampas religiosas.

Aquel niño entró en ella llevando en su

mano, que cerraba con fuerza, treintai-

séis pesetas, y en su pecho un pequeño

corazón a punto de salirse de él. Unos

minutos después iban a tener lugar allí

dos hechos decisivos, que marcarían su

vida para siempre. Había obtenido

aquel dinero de un tío cura que tenía

asignada como mesada la cantidad de

seis pesetas a quien le asistiera cada

día a misa, lo que traducido a tiempo y

esfuerzo significaba que aquellas

treintaiséis pesetas representaban seis

meses de levantarse a las siete y media

de la mañana siete días a la semana.

Ignoro por qué razón el primer libro

que quiso uno comprar con un dinero

ganado enteramente con su trabajo

fuese aquel y no otro de los que

seguramente podía haber oído hablar

ya en alguna parte:

La isla del tesoro

,

Mobby Dick

,

Robinson Crusoe

,

El correo

del zar

,

La cabaña del tío Tom

… Ni

siquiera recuerdo haber visto ningún

ejemplar del Quijote en manos de

nuestro maestro ni que este nos leyera

en clase algunos de sus episodios,

como he sabido después que les

sucedió a otros chicos de mi genera-

ción. En León han sido siempre en ese

aspecto, y en otros, gente muy práctica.

De modo que cuando llegué a la librería

Santa Teresa con un billete de veinticin-

co pesetas, dos de cinco y uno de una,

este último un billete no mayor que la

envoltura de un caramelo y con la efigie

de don Quijote, y todos ellos fuerte-

mente metidos en mi puño para evitar

desagradables sorpresas de última

hora, era porque ya me había informa-

do de la edición, que había visto, y

conocía su precio exacto. Era aquel

librero, tan pío y encogido como

paciente, manco, a la manera de

Cervantes, con la mano estropeada y

gafa, pero sin falta. ¿Herido de guerra

acaso? Había sido alférez provisional en

ella. En aquellos años se veían por la

calle a muchos cojos, tuertos, ciegos,

mancos y tullidos a los que se daba

precisamente el nombre de “caballeros

mutilados” en recuerdo de Cervantes.

Si había entrado en la pape-

lería con tanta agitación,

nadie puede figurarse cómo

salí de ella con el libro en

las manos.

Me lo había envuelto primorosamente

porque aquel hombre tenía la manía de

envolver todo lo que salía de su tienda,

hasta los lápices y gomas de borrar que

comprábamos por unidades y, por

supuesto, aquellos dípticos que al

abrirse desplegaban “en relieve” un

montón de rosas ribeteadas con polvos

de plata que apestaban a pegamentoy-

medio y a un perfume dulzón y

mareante apropiadísimo para el “día de

la madre”, y quizá era así, que lo

envolvía todo, para demostrarse y

demostrar que podía hacer con una

mano lo mismo que los demás con dos.

Deseaba llegar a mi casa, quitar el

envoltorio y abrir aquel libro, que me

pertenecía no ya en su ser material,

sino espiritual: podía sentir que aquello

que me dijera, me lo diría a mi solo, en

cierto modo porque me lo había

ganado con muchos heroicos madrugo-

nes. Sí, en mi confuso y atropellado

sentimiento, entendía que los libros

había que merecerlos, y yo aquél lo

merecía. Ese fue el primero de los

hechos decisivos: que el trabajo nos

lleva adonde queremos. El segundo:

acababa de convertirme en un lector.

Más o menos.

Qué fiesta fue abrirlo. Busqué un rincón

solitario, lo que en el piso pequeño en el

que vivíamos mis padres, mi tío el cura y

ocho hermanos, era una empresa que

dejaba pequeñas las de don Quijote. Lo

primero que llegó a mí fue la fragancia

del papel nuevo y la tinta, un olor frutal y

delicioso. Sólo años después corroboré

que era, en efecto, el olor que despren-

dían las manzanas del Árbol de la

Ciencia. En cuanto abrí el libro los

grabados de Gustavo Doré que aquí y

allá se intercalaban con el texto y un

gran número de dibujos a modo de

viñetas en él, se llevaron tras de sí mis

ojos: qué escenas tan bien pintadas, qué

imaginación, qué realismo, y claro,

aquellas palabras, enteramente nuevas

para mí al lado de su dibujo, morrión,

celada de encaje, calza entera, coleto...

Para ser una “edición escolar” de la

editorial Luis Vives, quiero decir, muy

compendiada, se respetaba el texto

original, al que se añadía después de

cada capítulo un glosario que explicaba

aquellos términos y refranes, y un

puñado de ejercicios, juegos y comenta-

rios para los escolares.

No recuerdo haber leído entonces “mi”

libro de corrido, porque apenas podía

comprender lo que me decía su lengua

arcaica, pero pasaba horas con él,

mirando los “santos” y las viñetas, y

fuimos inseparables durante mucho

tiempo, porque un año después vino

conmigo al internado, donde acabó

extraviándose. ¿Cómo pudo ocurrir algo

así, cómo se fue de mi vida sin dejar el

menor recuerdo de su desaparición,

habiendo sido la nuestra una relación

tan… apasionada y posesiva?

Pasados los años volví a encontrar en el

Rastro un ejemplar igual. Era tal y como

lo recordaba. Lo reconocí, claro, de lejos:

las tapas duras con aquel rótulo,

El

Quijote

, en la cubierta, y todo lo demás,

que repetía, al parecer, ediciones

anteriores a la guerra y añadía a estas,

nada más abrirlo, a modo de portada,

una fotografía a toda página de la

estatua del Caudillo a caballo y en el

reverso, la de José Antonio, quién sabe si

dando a entender que ellos dos eran los

modernos caballero y escudero. Yo el

detalle de las fotos, sin embargo, no lo

recordaba en absoluto, pero mi ejem-

plar debía de llevarlas también como

A FONDO

SL

TROA

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