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fatigosos que nos ayudan a entender

todas sus obras y devolverlas al ámbito

de la vida, de donde proceden.

¿Pero es que acaso estas obras, el

Quijote, las novelas ejemplares, sus

entremeses y comedias, no estaban ya

en el tumultuoso río de la vida donde

las pescó su autor, antes de devolverlas

a él? Sí y no.

Veamos. Al lector hispanohablante se le

tiene condenado a leer las obras de

Cervantes en una lengua que ha dejado

de hablarse hace cuatro siglos, y de no

ser por las anotaciones de los eruditos,

filólogos y escoliastas, cervantistas y

cervantistos, serían en gran parte

incomprensibles para cualquier lector

actual. Ni siquiera los más cultos

podrían hoy leer el Quijote sin las

muletas de esas oportunas anotacio-

nes.

Desde luego que lo primero que se

percibe en Cervantes es la vida, aunque

ya muchas de las palabras, expresiones

y refranes que nos la pintan tan a lo

vivo, no acabemos de comprenderlos

del todo sin pasar por el diccionario.

Notamos, sí, que todo eso sigue con su

latido, y que lo tiene por aquello que

muchos siglos después iba a dejar

dicho de una manera definitiva JRJ:

“Quien escribe como se habla, irá más

lejos y será más hablado en lo porvenir

que quien escribe como se escribe”.

Sí,

Cervantes escribía como se hablaba, es

decir, mal, o sea, bien, y de ahí que

muchos hayan considerado, empezan-

do por Lope de Vega, que Cervantes

escribe mal. Pero lo cierto es que el

propio Cervantes nos había dado otro

secreto para no preocuparnos por

cómo se dicen las cosas, sino de las

cosas que se dicen:

“Lo que se sabe

sentir se sabe decir”

, leemos en

El

amante liberal

. Y ateniéndose a ello

Cervantes escribió todo lo suyo y

nosotros sabemos cuanto conviene

saber del arte de la escritura… y de la

vida.

Y el sentimiento de las cosas es precisa-

mente lo que no muere nunca. Por eso

es lo primero que encontramos en

algunos cronistas de Indias, como

Bernal Díaz del Castillo, o en las cartas

particulares que los indianos dirigían a

sus parientes, o en los testimonios de

quienes, como Cervantes, atendían más

al habla que a la literatura.

Y aquí llegamos a lo que íbamos: puede

uno intentar prolongar la vida de un

libro, de un cuadro o una música si está

atento al sentimiento con el que se

hicieron. Reproducir la letra sólo, o las

notas, o un determinado sonsonete no

da de sí más que unos pobres ejercicios

de estilo, perfectos incluso, pero vacíos.

Cuando se ha comprendido esto puede

uno intentar escribir “la continuación”

del Quijote.

LA CONTINUACIÓN DEL QUIJOTE

Nadie puede escribir la continuación

del Quijote. Eso es absurdo. Ni Fernán-

dez Avellaneda fue capaz de ello con

ser su contemporáneo. Él menos que

nadie. Avellaneda podía conocer bien a

Cervantes, pero es obvio que no

conocía en absoluto a don Quijote ni a

Sancho Panza. Basta leer la tosca

parodia que hizo de ellos para saber

que ni de lejos ni de cerca advirtió la

nobleza de sus corazones y el metal en

que los había fundido Cervantes. Más

que lo motejara de viejo y manco,

a

Cervantes le dolió que Avellaneda

pisoteara su creación, incapaz de

comprender el sentimiento que le

llevó a crearlos, que fue el de dar voz

a quienes no la tienen porque se la

han quitado o no se les escucha:

locos, pobres, niños, mujeres, débiles,

viudas, moriscos, galeotes, soldados,

bandidos, cautivos y viejos; pero

también, claro, a duques, teólogos,

sabios, corregidores, capitanes, prínci-

pes, jueces, y entre unos y otros la

extensa panoplia de gentes comunes,

curas, barberos, criados, dueñas, mozas

de venta o pastoras, porque todo lo

sabemos entre todos y todo lo decimos

entre todos.

Y lo más importante,

aunque todos y cada uno de ellos

tiene sobradas razones para renegar

de la vida y lamentarse, del rey hasta

el mendigo, ni uno solo levantará un

falso testimonio contra ella.

Esta

última es la visión de Cervantes, lo que

nos resulta tan cercano de él y de su

mundo. No echa su pesadumbre sobre

nuestras espaldas como un fardo

abrumador, al contrario; apenas

llevamos a su lado unos minutos y

sentimos que lo que hace don Quijote

con aquellos a los que socorre, lo está

haciendo Cervantes con nosotros,

aliviándonos de nuestro pesar.

El cobarde atropello de Avellaneda

dolió a Cervantes, desde luego, pero no

hasta el punto de hacerle perder la

cabeza. Al contrario, le dio pie para una

de las más sutiles venganzas literarias:

tomó uno de los personajes del apócri-

fo, don Álvaro Tarfe, lo metió en la

segunda parte del Quijote verdadero y

lo llevó en presencia de don Quijote

para hacerle decir precisamente a este

que aquellos don Quijote y Sancho que

él había conocido en el libro de Avella-

neda eran los más grandes embusteros

que cabía imaginar, y así, por arte de

magia, como quien convierte el agua en

vino, un personaje que venía contami-

nado de las páginas de Avellaneda,

Cervantes nos lo trueca en uno de los

más simpáticos de su propia estirpe.

Y esta fue probablemente la mecha que

encendió en uno el deseo de “conti-

nuar” la historia no del Quijote, ni

siquiera la de Cervantes, sino la vida, la

de todos, la de ayer, la de hoy, la de

mañana.

Si don Álvaro Tarfe había pasado de

una ficción a otra, de Avellaneda a

Cervantes

, libro físico mediante,

también podían esos personajes venir

desde Cervantes, a través de un libro

escrito por mí, a una nueva ficción que

prolongara el sentimiento y pensamien-

to cervantinos. Porque sentía que aquel

libro tan largo de Cervantes se nos

hacía demasiado corto a sus lectores, lo

que me llevó a tratar de alargarlo por

mi cuenta, viviendo en sus páginas

como vivía el propio don Quijote en las

de sus novelas de caballerías.

Y eso hice. Tomar los personajes de

Cervantes donde él los dejó, entre otras

razones porque la muerte le impidió

A FONDO

SL

TROA

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