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ese que compré en el Rastro.

La lectura del Quijote la llevaría a

término hacia mis veinte; fue, pues, ya

una lectura de adulto, y desde entonces

no la he abandonado nunca, porque es

de esas que nunca concluyen, pero

nunca he dudado de que la semilla que

se abrió tanto tiempo después la puso

en mí aquel libro al que llegué ignoro

por qué razón y al que llegué, desde

luego, solo, como nos sucede siempre

con las cosas más importantes: la vida,

la muerte y el amor.

El segundo de los momentos, el

descubrimiento de Cervantes, sucedió

mucho después.

Madrid, hacia 1990. El editor Rafael

Borràs, que trabajaba en la editorial

Planeta, me propuso escribir un libro

para cierta colección de biografías, y me

dio a escoger: Catalina de Rusia, Ana

Bolena y no recuerdo qué otro figurón.

Como no es uno persona a la que le

guste decir no, y menos en aquel

tiempo de estrecheces económicas,

contraoferté: Stendhal, Galdós, Cervan-

tes. Descartó Stendhal por parecerle un

autor minoritario entre el público

mayoritario al que iba destinada la

colección; descartó al mayoritario

Galdós por no gozar del aprecio de los

minoritarios de entonces, y dejó al

margen a Cervantes, por habérselo

encomendado ya a otro escritor. Nos

despedimos, pues, y no hubo nada. Al

año volvió a telefonearme y a convocar-

me en la pecera del hotel Palace, donde

tenía su chancillería. Quería saber si

seguía interesado en escribir la biogra-

fía de Cervantes; el colega que se había

comprometido con él a entregársela

hacía un mes, “no había podido con

ella”. Aunque le pregunté el nombre de

aquel por el cual iba uno a entrar en

escena, para darle las gracias, me

quedé sin saberlo, y me puse con

entusiasmo a la tarea, haciendo bueno

aquello que decía Pla: “si quieres saber

algo de un tema del que lo ignoras

todo, escribe un libro”. La única condi-

ción que puse al editor fue que no

aceptaría ni el pie forzado del título,

igual para todos los autores y persona-

jes de la colección

(Yo, Felipe II, Yo,

Miguel Ángel, Yo, Napoleón),

ni, por

consiguiente, escribirlo en primera

persona, fingiendo ser uno el biografia-

do. Un Yo, Cervantes estaba a todas

luces, al menos en mi caso, fuera de

lugar y muy por encima de cualquier

expectativa. Un año después se publica-

ban Las vidas de Miguel de Cervantes.

A LO QUE ÍBAMOS

Recuerdo el tiempo que me llevó

escribir ese libro como uno de los más

felices de mi vida. Me obligó a leer

aquellas obras de Cervantes que no

había leído, releer atentamente las

demás y distinguir entre cervantistas,

cervantistos y cervantinos y las consi-

guientes combinaciones: cervantistas,

cervantistas cervantinos y cervantistos

a secas.

La primera lección, no obs-

tante, fue comprobar que

quien se acercaba a Cervan-

tes, en general, y al Quijote

en particular, raramente

dejaba su trato no siendo

un poco mejor, contagiado

de la bonhomía de los per-

sonajes y de la dignidad con

la que Cervantes sufrió

todas sus adversidades y

penurias, que fueron incon-

tables.

Incluso los cervantistos, esos eruditos

que parecen estudiar las obras de

Cervantes teniendo más presentes a

sus colegas académicos y las paridas

que ellos han dicho o dejado de decir

que las maravillas que escribió el

propio Cervantes, incluso ellos, decía,

es raro que no se dejen en algún

momento seducir por ese espíritu

cervantino que resume una sola

palabra: compasión. Yo mismo, que

acabo de decir esta pequeña perrería

de ellos, siento que me envuelve en

este preciso instante como un raro

efluvio que no puede proceder sino del

mismo Cervantes y que hace que los

mire no sólo compasivamente sino con

gratitud: muy desagradecidos tendría-

mos que ser si no reconociéramos a los

verdaderos cervantistas sus años de

trabajo, desvelos, estudios y escrutinios

SL

A FONDO

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TROA