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A FONDO
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TROA
S
iempre me ha gustado el mes de
septiembre por la vuelta al cole.
Aunque reconozco que el verano es
sensacional, con sus promesas de
libertad, descanso y mucho tiempo
libre para llenar de ocupaciones
placenteras – entre ellas, la Lectura en
singular y con mayúscula-, el final de
agosto me deja, año tras año, un sabor
agridulce en la boca. Todo ha pasado
tan de prisa, todo ha sido tan diferente
de cómo lo había planeado, que al final
no he podido hacer ni una pequeña
parte de lo que me había propuesto
–entre otras, las lecturas, en plural y
con minuscula–. Termino el mes de
vacaciones con la clara insatisfacción
de haber cedido en todos mis propósi-
tos, de haber desaprovechado todas
las oportunidades, incluso la de
descansar, en una palabra de haberme
traicionado. Vuelvo más gorda, con
manchas en la cara y, lo más terrible,
en mi mesita de noche sigue la misma
pila de libros que había preparado con
tanta ilusión al principio del período
estival.
El verano, digan lo que digan, no
es para leer. En la playa te llenas de
arena o, peor aún, el sol te impide ver
la tableta. En la montaña, no encuen-
tras un sitio cómodo donde recostarte.
En el hotel hace demasiado ruido, en la
casa rural demasiado silencio. La
familia no respeta mi horario de lectura
y yo les corto las ganas de leer con mi
obsesión por la puntualidad –siempre
relativa- en las comidas.
Los franceses lo saben bien, por
eso han inventado la
rentrée littéraire
,
que no es otra cosa que “la vuelta a la
lectura” que acompaña a “la vuelta al
cole”. Todos los años, en las últimas
semanas de agosto y sobre todo en el
mes de septiembre, se publican los
libros (más de quinientos en 2016) que
van a aspirar a ser leídos durante el
curso académico que empieza y que
competirán también en algunos de los
numerosos premios literarios que
jalonan el mes de noviembre. Los que se
publican en otras épocas del año, y sobre
todo al principio del verano, pasarán
irremediablemente desapercibidos.
Sólo con el comienzo de las lluvias y del
fresquito le entran a uno ganas de leer:
en el sillón favorito de su salón, en la
mesa de su cuarto de estudio, en la
biblioteca de la universidad o de su
barrio, en el tren yendo al trabajo, en el
baño, ¡hasta en la escuela! Hagamos pues
de “la vuelta al cole” una “vuelta a la
lectura” y para ello repasemos algunas
ideas, tal vez simples y no muy novedo-
sas, pero que podrían sernos de utilidad.
Un lugar para leer
La lectura es una actividad tempo-
ral (se lee durante un tiempo), pero
también espacial (se lee en un lugar). A
menudo el placer de la lectura depende
del confort físico del lector. El marco de
una lectura tiene mucha importancia.
Omar Khayyam
recomendaba leer
poesía al aire libre, debajo de la rama de
un árbol.
Daniel Pennac
, en su instructi-
vo ensayo
Como una novela
, advierte
sobre el peligro de leer una buena novela
(en este caso
Madame Bovary
) en el
espacio cerrado y árido de un aula
escolar.
Alberto Manguel
, al repasar
Una
historia de la lectura
, recuerda que la
costumbre de leer en la cama fue
introducida en Europa a partir del siglo
XVIII, a medida que los dormitorios se
volvieron espacios privados. Si bien la
lectura puede transformar un lugar, el
lugar también puede enriquecer o,
desgraciadamente muy a menudo,
empobrecer una lectura. En este
comienzo de curso, como primera medida,
procuremos disponer en nuestras casas,
para nosotros y para los nuestros – especial-
mente para los niños si los tenemos- algún
lugar propicio para la lectura: un sillón
cómodo, una luz agradable, una mesita
donde apoyar el libro mientras uno piensa
en lo que acaba de leer.
Que no falte tampoco una buena
estantería, donde poder guardar los libros
que hemos leído y los que vamos a leer. Los
libros son bonitos y muy decorativos. Los
best-seller de la Edad Media eran los libros
de horas que se utilizaban para la oración
personal y eran muy apreciados como regalo
de boda, sobre todo aquellos ilustrados por
los maestros flamencos. Hoy día, nos
conformamos con ediciones de bolsillo. No
importan la forma, ni el tamaño, tampoco el
orden. Las estanterías repletas de libros, aún
desordenadas, siempre atraen, porque dicen
mucho de sus dueños. No olvidemos que los
libros, además de tener su propia historia,
son testigos de la nuestra. Qué emoción
cuando encontramos en un libro pequeñas
huellas de aquel lector o aquella lectora que
hemos sido años atrás: la firma todavía
infantil en la primera página, cuando
queríamos dejar constancia de que acabába-
mos de adquirir ese pequeño tesoro; la
tierna dedicatoria del abuelo (“Para mi nieto
Alex, que sea un gran abogado”); la tarjeta
de embarque del primer vuelo a París; un
trocito de papel con un número de teléfono
completamente olvidado (¿un primer
novio?); la postal que mandamos en el viaje
de fin de curso. Los libros nos hablan de los
otros, pero también nos hablan de nosotros,
porque, entre muchas otras cosas, estamos
hechos de los libros que hemos leído. Un
buen libro tiene el poder de dirigirse de una
manera íntima y poderosa a su lector y ese
lector puede transformar las palabras que
lee en mensajes que le ayudan en situacio-
nes de su vida, que tal vez nada tengan que
LA VUELTA AL COLE
Y LA LECTURA
Doina Popa-Liseanu
Doctora en Filología francesa y profesora titular de la UNED.
Desde marzo de 2016 es presidenta de la Fundación TROA.