años. Quizás son más los que leen, pero
esos que leen, no leen más que los que
antes leían. Si se miran las portadas de los
más vendidos, o los expositores de alguna
gran superficie, se le cae a uno el alma a
los pies: pesados guisos medievalizantes,
triviales y engañosos manuales de
autoayuda, explosivas mezclas de sangre y
sexo, revelaciones sin interés ni fundamen-
to sobre algún personaje de la farándula o
del foro público, que viene a ser lo mismo.
Pero, ¿qué más da? Nunca han sido
muchos los lectores de veras. Los primeros
de todos son los niños y las niñas que
tumbados en el suelo, leen un libraco de
aventuras como si les fuera en ello la vida,
y se llevan un disgusto cuando su madre
les avisa de que ya es hora de comer.
Después está la anciana o el viejo que
recuperan ahora, al solecito, el tiempo que
gastaron durante largos años de trabajo
duro. Y los que sacan el jugo a la hora y
media de ida y vuelta diaria en el tren o en
el autobús. Y quienes tienen la suerte de
que hayan puesto cerca de su casa la
nueva biblioteca del barrio, y se aprove-
chan.
«Leer protege de la manipulación y la
vulgaridad»
Los lectores forman una galaxia que
mantiene este mundo encendido con
millones de lucecitas con las que se
alumbran entre sí los que leen y los que
escriben. Leer es más difícil que escribir.
Leer bien es lo más difícil de todo, y lo
mejor. Se entiende que
Borges
estuviera
más orgulloso de los libros que había leído
que de los que había escrito. Quienes leen
tienen su alma a buen recaudo. Cuando
oyen repetir tópicos sin sustancia a
políticos, mercaderes, pregoneros y, en
general, gentes de mal decir, se comportan
como el que oye llover. Es un ruido de
fondo que siempre ha habido y que ni se
entiende ni se atiende. ¡Que hablen ellos…!
Lectoras y lectores, ¡a los libros! Hoy por
hoy es, casi, la única salvaguarda frente a
la manipulación y la vulgaridad que nos
rodean.
El libro tiene todas las ventajas: su
uso es totalmente libre, no pretende
apabullar a nadie, invita sin obligar, puede
ser sustituido sin celos y, además, es
barato. Representa, dicen ahora los
tecnócratas con su prosa salvaje, un
valor-refugio contra la crisis. Aunque el
buen lector sabe que la causa profunda de
la crisis estriba en que demasiada gente ha
dejado de leer y ha buscado satisfacer su
fantasía con delirios de consumo y juegos
de azar. Los hispano-hablantes debería-
mos entender lo que está pasando, porque
nuestra obra clásica por excelencia es la
historia de un lector empedernido, a
quienes los libros enseñaron que lo
importante es la honra limpiamente
ganada, y no el dinero o el poder, de
origen generalmente sospechoso. El
Quijote es además la historia de una
conversión. Porque, al final de la jornada,
el Hidalgo acaba dándose cuenta de que lo
importante de los libros no es tanto la
fantasía como la verdad.
Quien más quien menos, todos
somos hoy día unos obsesionados con
aficiones y manías. Como yo soy un
obsesionado de los libros, un letraherido,
según dicen los pedantes, invito a todos los
que me escuchan a que adquieran
precisamente la manía de leer: que se
despreocupen de todo lo demás (que es
irreal) para abocarse a los libros, donde se
encuentra la verdadera realidad
«Leer no requiere un tiempo extra»
La experiencia enseña que el leer
–como el vivir– no requiere un tiempo
extra. Probablemente, las personas que
más leen son justo, las más ocupadas. La
multiplicidad de sus tareas –incluso el
agobio que amenaza con acogotarles– está
pidiendo a gritos momentos de sosiego en
los que no se actúe ni se hable, sino que se
viva un silencio activo donde se escuche la
voz callada de los textos. Quienes esperan
no tener ocupaciones para dedicarse a la
lectura, acaban por perder el tiempo
cuando cesan las urgencias. En cambio, a
fuerza de familiarizarse con los libros, se
necesita sin falta su compañía, y uno acaba
por hacer carne de su carne esa cualidad
invisible, que dignifica y eleva, y que
consiste en ser lector. O, lo que es igual: leo
porque estoy vivo.
(Extracto del libro
Otro modo de pensar,
editorial Eunsa)
A FONDO
SL